Cometas que no volverán a volar

Al primo Teófilo, quien me regaló mi primera cometa y me alertó sobre cuan necesario es aprender a volar.
Entonces, diciembre era un mes encantador colmado de Sonora Matancera, de ajonjolí, de alcancías violadas y de calles pintadas de celebración. La brisa nos brindaba la oportunidad de elevar cometas de colores que roncaban en las alturas y, en su abigarrada y coqueta cola portaban hojas de afeitar con el propósito de romperles las piolas a las cometas vecinas que se esmeraban en adueñarse de un espacio aéreo imposible para nosotros. Y anunciábamos, con orgullo de vencedores, que nuestro pájaro de papel navegaba lejos muy lejos, “más allá de Palmar” o “casi en Ponedera” gritaba orgulloso el dueño del barrilete. Y, con los pies descalzos sobre las polvorientas calles tomasinas, a través del hilo que nos unía con la cometa fabricada con varillas de madera y pliegos de policromáticas esperanzas, enviábamos mensajes sin destinatario y sin contenido. Pedazos de papel perforados en el corazón recorrían un ascendente camino parabólico hasta tocar el pie-gallo del triunfo. “Ya llegó el telegrama”, decía alguno de los amigos de la cuadra, mientras luchaba para elevar su cometa. Y los más veteranos, influidos por las teorías de los ancianos, al vernos correr con la cometa en la mano, nos recomendaban que “no, así no… se te va a poner correntona”, como si se tratara de algún ser vivo que pudiese adquirir malos hábitos. Claro, eran seres vivos fabricados con amor maternal.
Eran nuestras novias decembrinas que, colgadas de un clavo, en horas nocturnas, mirábamos fijamente antes de rendidos por el cansancio. Estructuras de palo forradas con papeles multicolores que al desplazarse por los aires se constituían en nuestra única oportunidad de acercarnos a un avión. Sin embargo, cuando la cometa se resistía a complacernos, brotaba el salvaje caprichoso que la hacía migas bajo los acordes de la impotencia. Luego, ya bañado en aguas de paciencia, el destructor volvía a ser constructor de un nuevo sueño capaz de besar las nubes y picotear, como un ave más, las cimas de las imaginadas montañas.
Todos los voladores de cometas considerábamos inalcanzable viajar en esos aparatos metálicos que desde las alturas nos saludaban con un chorro de humo salido del vientre de los jets plateados que parecían caber en nuestras manos. Por eso, cuando en diciembre, nos llevaban en bus a Barranquilla, a comprar la ropa de navidad y la de fin de año, preferíamos una ventanilla del flanco izquierdo, y al retornar a Santo Tomás, una del lado derecho, con el único propósito de ver los aviones que en reposo se agigantaban ante el universo de nuestra curiosidad.
“¿Cómo se levantan?”, ¿Por qué no se caen?” les preguntábamos a los adultos, quienes jamás pudieron responder esas inquietudes de futuros físicos. Y al regresar al pueblo, volvíamos a elevar nuestras cometas con el objetivo de volar como ellas o como los aviones. Por fortuna, nunca levantamos los pies de la tierra porque las únicas alas con las que siempre contamos fueron las de la ilusión y las de los anhelos. Por eso, cuando llega diciembre, busco mi cometa entre los pájaros y la veo moverse alegre, pícara y coqueta, mientras le arranco pétalos de nostalgia a la flor del tiempo.

Mientras mantengamos esos recuerdos infantiles imborrables que nos dejaron huellas de dias felices y de reconditos anhelos que algunas veces sin saberlo, fueron vocaciones que tuvimos en la ninez y que para algunos aun los conservan en sus subconscientes, aquel nino permanecera vivo y seguira siendo el ser que nos aliente en los dias lugubres o felices de nuestra existencia. El pasaje que mas me gusto fue:
“Ya llegó el telegrama”, decía alguno de los amigos de la cuadra, mientras luchaba para elevar su cometa. Y los más veteranos, influidos por las teorías de los ancianos, al vernos correr con la cometa en la mano, nos recomendaban que “no, así no… se te va a poner correntona”, como si se tratara de algún ser vivo que pudiese adquirir malos hábitos. Claro, eran seres vivos fabricados con amor maternal.
Eran nuestras novias decembrinas que, colgadas de un clavo, en horas nocturnas, mirábamos fijamente antes de rendidos por el cansancio…”
Felicitaciones apreciado amigo Prof. Felix Pizarro Salas por su narrativa amena y muy interesante. By: Berthica Dippe