5 diciembre, 2025

Educación en crisis: cuando el influencer desplazó al maestro

Por Alberto Redondo Salas

Una reflexión inspirada en la decisión del gobierno chino que obliga a los creadores de contenido
digital a certificar su formación.
En la última década, el fenómeno de los creadores de contenido ha dejado de ser una curiosidad
digital para convertirse en un pilar de la comunicación contemporánea. Millones de personas,
sobre todo jóvenes y adolescentes, confían más en lo que dicen sus influenciadores (influencers)
favoritos que en lo que escuchan en casa o aprenden en el aula. En esa relación cotidiana entre
pantalla y emoción, se ha desplazado una parte importante del poder educativo y de la formación
de criterios.
El gobierno chino, consciente del impacto de estos nuevos mediadores, ha decidido imponer
límites. A partir de ahora, quienes hablen en redes sobre temas “profesionales”, como salud,
finanzas, educación o derecho, deberán acreditar su formación. Las plataformas, por su parte,
tendrán la obligación de verificar esas credenciales y velar por la “orientación correcta” de los
mensajes. El objetivo declarado es proteger al público de los engaños digitales. Evitar, por
ejemplo, que alguien sin conocimientos médicos recomiende tratamientos absurdos o que un
supuesto experto financiero promueva inversiones dudosas. Una intención legítima, sin duda, en
un mundo donde las noticias falsas (fake news) se multiplican a ritmo exponencial.
Sin embargo, la medida también plantea preguntas incómodas. ¿Hasta dónde debe llegar el
control? ¿Cuándo la protección se convierte en censura? El equilibrio entre libertad de expresión y
responsabilidad informativa sigue siendo uno de los mayores dilemas de la era digital.
Más allá del caso chino, lo cierto es que la desinformación ya es una pandemia silenciosa que
afecta a todas las sociedades. En Colombia, los rumores disfrazados de noticias, los videos
manipulados y las cadenas virales han moldeado percepciones y profundizado la polarización. Lo
grave es que los más expuestos son los más jóvenes: una generación que crece en un ecosistema
donde el “me gusta” vale más que la veracidad.
A esta realidad se suma otra igual de preocupante: la ausencia de verdaderos referentes sociales y
culturales. Ante el vacío de liderazgo ético y la pérdida de modelos inspiradores, surgen nuevas
figuras que construyen prestigio con base en la provocación, el escándalo o la superficialidad.
Muchos jóvenes encuentran en estos personajes, cuyo carisma supera su coherencia, una brújula
moral invertida, donde el éxito se mide en seguidores y no en valores. La falta de voces confiables
deja a las nuevas generaciones a merced de quienes transforman la degradación humana en
espectáculo y la desinformación en entretenimiento.
Los niños y adolescentes consumen contenido sin filtros, con una confianza ciega en figuras
carismáticas que pocas veces rinden cuentas. Crecen entre tutoriales que prometen cuerpos
imposibles, influencers que recetan remedios sin fundamento y discursos que simplifican
realidades complejas. Y mientras tanto, el pensamiento crítico –esa vacuna contra la
manipulación– se vuelve escaso.
Mientras tanto, las escuelas parecen llegar tarde a una conversación que ocurre fuera de sus
muros. La revolución multimedial ha cambiado la forma en que los jóvenes aprenden, se relacionan y construyen sentido, pero gran parte del sistema educativo sigue anclado en
esquemas de siglos pasados. Las aulas, pensadas para la transmisión de información, no logran
competir con el dinamismo emocional, audiovisual e interactivo de las redes sociales. El resultado
es un vacío desde lo pedagógico: los estudiantes pasan horas inmersos en contenidos digitales,
pero carecen de acompañamiento crítico para interpretarlos. La escuela enseña fórmulas y fechas,
mientras el mundo digital enseña emociones, imágenes y narrativas; y en ese desequilibrio, el
discurso del influencer se vuelve más influyente que el del maestro.
Tampoco los adultos mayores escapan a este fenómeno. En muchos casos, son víctimas
involuntarias de cadenas falsas, teorías conspirativas o mensajes manipulados que circulan sin
control. Su vulnerabilidad digital, sumada al desconocimiento de los mecanismos de verificación,
los convierte en un blanco fácil de la desinformación. Lo que antes era una charla confiable en la
plaza o el periódico de la mañana, hoy es sustituido por una avalancha de mensajes que apelan al
miedo o la indignación.
La respuesta, sin embargo, no está en exigir diplomas para opinar. La solución debe venir de la
educación mediática y digital, del aprendizaje temprano para distinguir entre lo cierto y lo falso,
entre la opinión y la evidencia. Es necesario enseñar a contrastar fuentes, a preguntar, a
desconfiar de lo que parece demasiado simple. El reto no es callar a los que hablan, sino formar
ciudadanos capaces de escuchar y discernir.
El control de la palabra puede ser tentador, sobre todo cuando se invoca el bien común. Pero
ningún reglamento podrá sustituir la conciencia crítica. En el fondo, el problema no es que existan
voces desinformadas, sino que existan mentes desprevenidas. Y frente a eso, la mejor política
pública sigue siendo la educación.

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