El Gatopardo

Por Giancarlo Silva Gómez
Por recomendación médica dedico una parte del día al ocio para combatir una dolencia recurrente y tenaz que me agobia. Acudo, fiel a mi costumbre de vieja data, a regar y prodigar cuidados a mis plantas, a hacer una intensa actividad física y a releer mis libros favoritos, y uno que otro nuevo, en busca de un prodigio ignoto.
Pero por sugerencia silente de mi esposa me di a la tarea de revisar, primero con curiosidad y luego con método, la parrilla de las plataformas de streaming que nos acompañan en los largos desvelos de la necedad y que nos vuelven adictos a las maratones de series y películas, no siempre tan buenas como quisiera, pero que veo hasta terminar, para hacerme seguidor de aquello que los alemanes llaman “la pregnancia de lo malo” que no es otra cosa que esperar al final tratando de encontrar algo bueno en el desenlace.
Disfruté, como ya dije en líneas anteriores, del profundo gozo de ver la buena, a mi parecer, adaptación de “Cien Años de Soledad”, mi libro favorito de esta vida y otros cielos.
Pero hoy me quiero referir al encuentro casual, fortuito, pero afortunado con el “gatopardo” que tuve en una de estas plataformas. En solo 6 capítulos la trama del Príncipe de Salina me hizo recordar, como un efluvio exquisito y sempiterno, la deliciosa lectura de la obra homónima de un autor de mis favoritos: el Príncipe Guiseppe Tomassi di Lampedusa.
Hace muchos años, imbuido como estaba en la literatura italiana, leía “el nombre de la rosa” de Umberto eco y “corazón” de Edmundo de Amicis, con la presteza de quien quería entender la entelequia de una nación italiana que no existía en la mitad del sigo XIX, aderezada por las gestas casi legendarias de Garibaldi (un guerrillero populista europeo) en el afán de sumar varios reinos en torno a un solo estado, tal como lo conocemos hoy.
Sin hacer mayor alarde del gusto enorme que me produce ese tema histórico y geográfico, me permito dar rienda suelta a mi atrevida crítica de la serie que motiva estas líneas.
La serie es hermosa, cuidadosa y evocadora de la trama siciliana, condal y nobiliaria que Lampedusa plasma, con una prosa propia de un hombre de su cultura y mundo, de esa época transicional de la península itálica, en la cual un noble, aficionado a las estrellas, se resiste a sucumbir a las banalidades de un nuevo modelo de sociedad y gobierno que se impone y dentro del cual se arremolinan una serie de acontecimientos en torno a su familia.
Este personaje oracular y gravitante de la obra no es más que un homenaje que el príncipe de Lampedusa (una pequeña isla mediterránea contigua a la no menos célebre de Montecristo) hace de su propio abuelo de quien toma su apodo para titular su obra, única y póstuma, que solo vio la vida después del ocaso de la segunda guerra mundial.
Hay una película de hace más de 50 años dirigida por el galardonado Luchino Visconti con la participación estelar de Burt Lancaster y el recién desaparecido Alain Delon, que le permite a los lampedusianos jactarse de contar con un libro y una película clásicos cada uno en su arte. Pero la serie recién estrenada no es de menor valía. Es un acierto del tamaño de la belleza del libro.
Estas líneas son, entonces, una recomendación efusiva a ver la serie, y en el mejor de los casos, a leer, por primera vez o de nuevo, “il Gatopardo”, y luego invitarme a un café para intercambiar opiniones y darle rienda suelta a mi afición de hablar de lo baladí.
Ojalá en los pasillos de estas plataformas de streaming, adictivas y magnéticas, ronde algún productor osado y de armas tomar que se proponga llevar a una serie “el nombre de la rosa” y poder hacer, en su momento y tiempo, una comparación con la película de Sean Connery.
Menudo reto.
