5 diciembre, 2025

LA NEGACIÓN DEL RIVAL: LA GASOLINA DE LA VIOLENCIA POLÍTICA

Por Giancarlo Silva Gómez

Como en un engranaje, cuyos eslabones se apelmazan en un bucle sin fin, la historia de Colombia se repite como una serpiente que se come su propia cola.

La interpretación de la violencia política bipartidista, la guerra civil no declarada, que llevó a la dictadura de Rojas Pinilla, y de contera, al esperpento del frente nacional como entelequia de la alternación del poder, solo se entiende desde la comodidad de sus actores sentados a manteles en los clubes sociales y dictando dogmas desde la prensa, ya sea liberal o conservadora.

Era un sistema perverso que se basaba en la radicalización del discurso, que databa de nuestro viejo y conocido sectarismo del siglo XIX, y que justificaba el uso de la violencia como un recurso lícito para hacerse valer en sus regiones. Los militantes se mataban por las banderas azul y roja con furia enceguecida.

Era una lucha binaria y maniquea cuyos líderes solo querían acceder a las mieles del poder. Manipulaban a sus bases con un principio filosófico de una simpleza abrumadora: la negación ontológica del rival; el contrario no es uno que piensa distinto y que milita en la otra orilla, sino que por el solo hecho de serlo es perverso y sus ideas no tienen cabida.

Y digo rival porque me quedo con la acepción etimológica de la palabra rival que viene del latín rivus que significa orilla, es decir, el rival está del otro lado del río.

Solo con la promulgación de la Constitución de 1991 se terminó ese influjo pérfido del frente Nacional y se abrió el país hacia una democracia más pluralista y participativa. Una carta magna pletórica de libertades y derechos de última generación que degeneró, virando sobre su eje, en la discusión dual y simplista en la que estamos hoy.

Hoy no hay partidos, no hay ideologías con líneas meridianas y definidas. Hay nombres de movimientos y partidos que se acompasan a la ecléctica propia de una realidad política enredada. Hay un sinnúmero de orgullos flotantes y gravitantes que se mezclan en la versión única de una derecha oligarca y amante del status quo y una izquierda progresista y amante del ad quem.

He dicho en varias ocasiones y distintos medios, que nunca he creído en la existencia del centro: ese espectro invisible e inasible que parece un conejo sacado de un sombrero y que la sátira y burla Colombianas han denominado “tibios”. Pero esto es porque tampoco creo que la izquierda o la derecha sean omnímodas o plenipotenciarias; me parecen una construcción artificial que encasilla y pone una camisa de fuerza.

Aún con perdones, y de modo atemporal, prefiero hablar de nacionalismo y social democracia, como dos corrientes de pensamiento con antípodas conceptuales: los primeros defienden la existencia de un poder divino y hereditario que se basa en el dinero y el sentido de la Nación, mientras los segundos optan por buscar un sistema cuyo poder se base en la democracia y la capacidad del pueblo, como máximo capital social, de tomar sus propias decisiones.

En cualquier caso, el discurso sigue siendo el acicate del odio y aunque no hay pájaros matando godos, ni viceversa, hay quienes se lapidan en redes sociales, en las esquinas, en la familia y el trabajo, por discusiones bizantinas que no le preducen ningún rédito, pero que simplemente les hacen merecedores de trofeos invisibles y gaseosos que se pierden en el marasmo del olvido.

Los líderes de estos bandos, de estos espectros, se siguen reuniendo a manteles y decidiendo por todos, mientras el grueso de la población se distrae, como en el juego de la feria, en los vasos, tratando de buscar la bolita.

A guisa de coda, debo confesar que fui adepto a estas discusiones y fui un violento político incurable por muchos años. La calvicie y la edad (y una que otra enfermedad) me han permitido entender que la política se compone de relaciones complejas que van y vienen.

Me decía un viejo zorro político de Santo Tomás que la política es como la vida misma: del que hoy hablas mal, mañana necesitarás; de quien te parece insignificante, buenos réditos podrás sacar en el devenir; a quien odias se te atraviesa en el camino de forma irremediable. En la política como en la vida, todo, todo se devuelve y quien sube como palmera, ha de bajar como coco.

Por eso escribo estas líneas como un desahogo y una confesión. Estoy totalmente desprovisto de los odios y los resquemores de la política y su dinámica maniquea. El debate presidencial será, por lo menos para mi, un trance desapasionado en cuyo lodazal no me bañaré. Seguiré allende los años, votando y pensando de la misma manera que hasta ahora he hecho, pero mirando los toros desde la barrera y pensando que si la política es igual a la vida, quiero tener una vejez apacible, bucólica y pastoril.

“El fanático es incorregible: no cambia de ideas, sino de enemigos”. — Umberto Eco

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