5 diciembre, 2025
Por: Pedro Conrado Cudriz

“La derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece” J. L Borges.

Me tienen sin cuidado que piensen que soy un mal escritor. Lo soy, así como es hermosa la luna llena, o así como es dolorosa la muerte de mamá. ¿Qué hay –te has preguntado alguna vez- en la pasión de la escritura? O ¿Por qué una persona lucha denodamente con la palabra escrita? O ¿Por qué un individuo se pasa la vida escribiendo? De acuerdo, hay escritores mágicos, otros muy buenos, pero también hay escritores que no son ni mágicos ni muy buenos. En esas medianías también existen lectores, nada que hacer. La vida, la puta vida, siempre será así. Sin embargo, mi vida no es una carrera contra el tiempo ni es una competencia deportiva. Lo que en verdad existe es la búsqueda personal, una manera de encontrarse uno a sí mismo en lo que escribe, en lo que crea y lo que se inventa. Lo demás, creo yo, no importa. Porque quien escribe para la fama al final es un impostor. No piensa en sí mismo y sí lo hace es por una enfermedad maniaca. Entonces, no es él, el importante si no el otro o los demás para quienes el narciso escribe. Y no estoy pensando en el prójimo. Estoy más acá, en esa vieja y brava lucha contra la peste de la mediocridad.  La conducta narcisista no es sustancial. Para mis amigos escritores y yo, esta es la gran lección de la vida, es la lección de la escritura. ¿Vas a seguir pensando en la fama después de la muerte? No creo, es innecesaria. A la muerte le importa un bledo la fama. La vanidad es insustancial cuando alcanzas el vacío y la tristeza de la muerte. Un auto de marca o un traje de marca, o la riqueza material, son inocuas, y es imbécil defenderlas con la escritura. Esto pienso, porque soy muy feliz con mi escritura marginal. Esta es mi espiritualidad, mi garabateo espiritual. Lo demás no tiene importancia para mí. No me enfoco en los más fuertes, yo voy detrás, muy atrás, como lo va la liebre de la tortuga. Esto es lo que me hace feliz. 

En mi cumpleaños 

Mañana cumpliré cincuenta años. Cómo añoro los quince de mi adolescencia, las perras y los perros, la hierba oscura, la culpa, la burra de casa, el jardín del patio donde Jacinta bailaba desnuda para mí, la libreta de notas donde lograba escribir mis secretos, aquellos secretos que la familia y la escuela odiaban sin parar. Mis sueños eran volar los cielos como nuevo astronauta, los veía a través de mis ojos y el espejo, los veía correr dentro de mí como caballos enloquecidos y desbocados y el gobierno los ignoraba sin sentido. Jacinta era una diosa del patio, la virgen María era fea, ella en cambio lucía el verde jardín de las flores en su cuerpo desnudo. No he podido escapar de la tiranía de los años y sin embargo, el tiempo no ha podido robarme lo que he querido más en la vida, más que a mamá, más que el balón de fútbol, a Jacinta todavía la veo bajando las escalinatas de mis sueños. Está atrapada, aquí en mi memoria. Y aquí se queda. Jacinta, lo siento por tu marido. 

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