6 diciembre, 2025

Ocaso en Carnaval

Por Daniel J. Charris Granados.

Amaneció por fin el domingo de carnaval y Engracia Cañarete se despertó alborozada, como si despertara en un mundo diferente, con una sensación de cosquilleo en todo el cuerpo que hacía rato no sentía y que interpretó como que el cuerpo necesitaba rumbear como si su vida dependiera de ello. Eran las 11:00 de la mañana y se apuró en su destino y embocó el desayuno, una taza de café cerrero y dos panes de sal con la mano en la cintura y pensó en el atuendo que llevaría, tenía que ser llamativo porque ya sus atributos de juventud por los que suspiraron muchos hombres y que le generó su sustento aparte de más de una trifulca eran cosa del pasado.

A falta de un disfraz de confección, puso a prueba su ingenio y agarró la primera franela con un estampado de propaganda que promocionaba un licor que le decían el cintillo porque dejaba un guayabo con un dolor de cabeza de localización frontal que podía hacerle la vida de cuadritos al infeliz que  lo tomara  y le realizó innumerables  cortes con una tijera desvencijada que dejaba un halo de oxido en cada borde de tela los cuales iban  orientados de abajo hacia arriba hasta la altura de los senos, dejando la prenda con la impresión de ser el biombo alcahuete del salón de encuentros de una madame oriental. Igual suerte tuvo el calzón de jean mocho que tenía, sus bocapiernas las ripió con múltiples cortes a todo lo largo de las mismas y le hizo nudos en las puntas como si fueran borlas de alguna cortina con pasado solemne. Ya listas ambas prendas, se vistió y complementó la vestimenta carnavalera con un tocado de flores multicolores en la cabeza, además de un maquillaje llamativo con parches de colorete en ambos cachetes y sus labios arrugados pintados de un azul intenso que recordaba las noches lluviosas de su juventud, sacó un largo collar de cuentas de plástico multicolor del cajón que tenía bajo la cama con el cual le dio tres vueltas a su cuello, se calzó el único par de chancletas que tenía y se lanzó a la calle a la aventura de gozarse el carnaval, porque había escuchado hasta el cansancio en  la radiola  de la vecina que “quien lo vive es quien lo goza”.

Caminó sin saber a donde iba, sus pasos fueron guiados por el estruendo de los picós que se escuchaban en la lejanía llegando por fin a la cuadra de la caseta La Candelosa, que ya contaba con una multitud que se había ubicado en la puerta sin el propósito de entrar pero que ya comenzaban la rumba callejera ante la mirada despectiva de los organizadores del baile que decían que iban a hacer bulto en la calle, se gozaban la música y no entraban a gastar. Ahí sintió que una mano envuelta en un calcetín de hombre la sujetó con fuerza por su brazo izquierdo hasta hacerla perder el equilibrio, era Conchita, la Nalga e, palo, haciendo alusión a su estrambótico caderaje, compañera de trabajo en sus días de gloria en el burdel de Madame Consolación La Caimana, quién al parecer había contado con mejor suerte, estaba disfrazada de monocuco hecho con retazos de tela de satín, aunque después se enteró que era alquilado por doscientos pesos todo el día. Decidieron invertir los cien pesos reunidos entre ambas en la entrada al salón de baile con la convicción que ya estando adentro, podrían hacer algún levante de algún borracho trasnochado con ínfulas de galán que les gastara el tragodel día y encima de eso les diera algún billetico que sirviera para la cubeta de hielo para pasar el guayabo al día siguiente. El salón era un espacio de veinticinco metros de ancho con cuarenta de fondo, techo de paja para alivianar el calor,  una pista de cemento burdo de cuatro  por cuatro metros que podía dejar sin tacón los zapatos si al bailar se arrastraba mucho los pies, el ambiente cargado de la música a todo timbal por el picó El Cañete, el aire viciado por un polvorín suspendido producto de la maizena que se echaban por doquier y una sinergia de olores que emanaban de los sobacos sudorosos y flatulencias cargadas de gas metano que bien podrían haber convertido el lugar en una bomba de tiempo, más al fondo un olor a berrenchín de jabalí salvaje que indicaba que el orinal estaba en esa dirección y al lado de este la cantina donde vendían el licor. Ahí pidieron dos cervezas, al clima, con las cuales les dieron dos vasos de aluminio con hielo en su interior contaminado con cáscaras de arroz que la usaban para conservar el frío y con el que podrían enfriar la bebida.

Estando ahí, como en un momento de revelación, se les acercó un hombre con la mano derecha extendida y diciéndole: “bailamos?, a lo que Engracia o Rubí como era su nombre artístico en épocas de gloria, respondió con una sonrisa de oreja a oreja y se dirigieron a la pista de baile, lo apercolló con ansias y se fundieron en un baile sincrónico con las notas dela canción de moda: baila morenita que te estoy siguiendo el paso/baila como quieras porque yo nunca me canso/si tú te me agachas, agachado voy/si das una vuelta, otra yo me doy. Ahí estaba, con el bailador esperado, con cabello alborotado y sin lavar, barba de infinitos días, cachetes  chupados y párpados cerrados, camisilla cuellona, pantalón mocho y en chancletas, con la pecueca afuera, pero eso no le importó porque sintió cómo su cuerpo aún tenía vida, que movía sus caderas como en sus años de júbilo por lo que le decían la licuadora, y entonces se acordó de la propaganda calillosa en la radiola de la vecina y que solo ahí comprendió, “quien lo vive, es quien lo goza”.

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