11 noviembre, 2025

Por Gladys Meneses Reyes

A veces me siento confundida. Me pregunto, con una mezcla de tristeza y desconcierto: ¿por qué odian tanto al presidente de Colombia? ¿De dónde viene ese rechazo tan visceral, esas burlas tan agresivas, esa rabia que inunda las redes sociales, los medios, las calles?

No es la primera vez que en este país se odia con tanta fuerza a un presidente, eso es cierto. Pero este momento se siente distinto. Hay una ferocidad que va más allá de la crítica. Y me asusta pensar que, como sociedad, estemos cada vez más cómodos odiando que dialogando.

El odio es una emoción poderosa, pero destructiva. Nace del miedo, de la frustración, de las heridas abiertas que no han tenido espacio para sanar. En Colombia cargamos con décadas —siglos— de desigualdad, violencia, promesas incumplidas y exclusiones. En ese contexto, el presidente de turno se convierte muchas veces en el blanco de todas las decepciones. Como si al odiarlo, pudiéramos expiar nuestra propia impotencia.

Muchos no están de acuerdo con sus ideas, sus formas, sus palabras. Y eso es válido: en democracia se puede disentir, criticar, cuestionar. Pero una cosa es el desacuerdo, y otra muy distinta el odio. El odio no construye, solo divide. El odio apaga toda posibilidad de diálogo, cierra los oídos, endurece el alma.

Me preocupa ver cómo algunos lo odian no por lo que ha hecho, sino por lo que representa. Para algunos, representa el cambio que temen. Para otros, representa la promesa no cumplida. Para otros más, simplemente representa la figura del “otro”, del distinto, del que no pertenece a su idea de poder o de patria. ¿Qué dice eso de nosotros?

A veces me pregunto si ese odio colectivo hacia el presidente es una forma de no mirarnos a nosotros mismos. De no aceptar que todos, en mayor o menor medida, hemos sido parte de lo que está mal. Que el país no se arregla con un líder, ni se destruye solo por él. Que cada uno tiene una responsabilidad.

Y no, esto no es una defensa ciega al presidente. Ni a este ni a ningún otro. No se trata de aplaudir todo, ni de callar lo que duele. Pero sí se trata de recuperar la dignidad del desacuerdo. De aprender a diferir sin destruir. De reconocer que el odio nos carcome más a nosotros que al otro.

Ojalá podamos detenernos, pensar, y preguntarnos: ¿qué pasaría si en lugar de odiar, empezáramos a escuchar? No a ceder, no a claudicar, sino a comprender qué hay detrás del otro. Porque mientras nos sigamos odiando entre nosotros, el país no tendrá salida. Y eso, sí que nos debería doler a todos.
Gladys Meneses Reyes

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