Redes sociales y la falsa promesa de la inmediatez

Por Alberto Redondo Salas
Por estos días, abrir una red social resulta muy similar a entrar a un carnaval de luces, filtros y frases motivacionales recicladas. Todo luce perfecto: las sonrisas, los cuerpos, los logros, los viajes, los cafés que nadie toma sin fotografiar. Sin embargo, tras tanta postal, pareciera que algo duele en la cotidianidad de los individuos y de la sociedad en general.
Nos estamos acostumbrando, casi sin notarlo, a un mundo que premia la imagen por encima del contenido, el ruido por encima del mérito. Vivimos en la era de los seguidores, pero no necesariamente de los referentes. La admiración ya no se gana por tener talento, sino por saber posar; ya no se requiere una gran destreza, sino una gran estrategia.
No hace tanto, para ocupar un lugar en la memoria colectiva se necesitaba algo más que carisma o escándalo. Se exigía maestría, profundidad, algún tipo de valor excepcional. Quien era admirado, lo era por alguna virtud: su música, su literatura, sus descubrimientos, su compromiso social, su capacidad de liderazgo, su visión. Había una especie de pacto implícito: si ibas a ocupar un espacio distinguido en el público, seguro que tenías contigo algo digno de ser escuchado.
Hoy, ese pacto se ha roto. La notoriedad ha dejado de ser consecuencia del talento y se ha convertido en un fin en sí misma. Y en ese camino, nos encontramos con el fenómeno creciente de personas que son famosas por ser famosas, influyentes sin causa, celebradas sin virtud. El algoritmo no distingue el arte de la ocurrencia, y solo mide clics.
Esto ha provocado algo más grave de lo que parece: estamos educando a las nuevas generaciones para desear visibilidad más que profundidad, para aspirar al “ser visto” por encima del “ser valioso”. Y claro, cuando el reconocimiento se vuelve tan fácil, el esfuerzo deja de tener sentido. ¿Para qué estudiar, investigar, practicar, si basta con viralizarse?
En medio de esa avalancha de vidas “perfectas”, nos estamos comparando todo el tiempo. Y como advertía Max Ehrmann —alrededor de los años veinte del siglo pasado— en su poema Desiderata, “si te comparas con los demás, puedes volverte vano o amargado, porque siempre habrá personas más grandes y más pequeñas que tú”. Pero en redes, esa comparación no es con personas reales, sino con versiones maquilladas de lo que otros quieren mostrar. Y esa ilusión nos hiere. Nos roba la paz.
Esta dinámica nos ubica en una encrucijada potencial e invita a compararse con quienes parecen tenerlo todo, pero sin saber qué hay detrás. Muchos podrían sentirse menos capaces, menos exitosos, menos felices, frente a gente que quizá tampoco lo es, pero que aprendió a construir una narrativa visual convincente. No estamos compitiendo en carreras justas, sino midiendo nuestra valía con reglas ajenas y escenarios manipulados. Y ese juego constante de comparación, de posible insuficiencia frente a la vitrina de los demás, puede erosionar silenciosamente la autoestima y abrir la puerta a cuadros de ansiedad, frustración y desánimo. Lo que parece simple entretenimiento digital podría convertirse, para muchos, en una fuente de malestar emocional.
Nos están vendiendo la idea de que se puede llegar lejos sin recorrer por el camino, que el éxito se encuentra, no se construye. Que basta con tener un buen ángulo de cámara y una historia pegajosa. Y así, poco a poco, el mérito se vuelve invisible, y con él se va perdiendo algo mucho más significativo: la dignidad del proceso.
Lo más peligroso de todo esto es que estamos normalizando una admiración vacía. Seguimos a quienes nos entretienen, incluso si no nos aportan nada. Y mientras tanto, quienes de verdad tienen algo que decir, deben gritar para hacerse oír, o adaptarse al espectáculo para no desaparecer, como si la calidad ya no fuese suficiente.
No se trata de demonizar las redes sociales. Son una herramienta poderosa, incluso necesaria. Pero sí es urgente recuperar el sentido. Distinguir entre mostrarse y vivirse. Recordar que hay vidas que no hacen ruido, pero están llenas de valor. Que el verdadero éxito a menudo llega lentamente, de manera imperfecta y a veces es invisible.
Tal vez nos haga falta volver a mirar con admiración a quienes caminan sin atajos, a quienes trabajan sin necesidad de mostrarlo todo, a quienes no miden su valor por el número de seguidores. Porque en un mundo tan obsesionado con aparentar; tener raíces, compararse menos y crear más, se vuelve un acto profundamente revolucionario.