4 octubre, 2024

un mensaje siempre vigente

Por: Eduardo Soto Estrada.

Como el más largo en la historia de su pontificado, ha sido descrito por el vaticano el viaje
del Papa Francisco a Indonesia, Papúa Nueva Guinea, Timor Oriental y Singapur,
desarrollado en estos días. Con ello es imposible no recordar que, para estas fechas, hace
siete años, su destino fue Colombia. Se olfateaba en ese entonces una diaria sensación de esperanza y reconciliación ante la cercana ilusión de la Paz. Su encuentro con los
colombianos fue un guiño evidente al proceso de refrendación que atravesaba el acuerdo
de La Habana; aplaudido por unos y odiado por otros. Su visita como «peregrino de paz y
de esperanza», tal cual se describió, ocupó un espacio de enseñanzas y reflexiones que se
condensaron en la frase «Demos el primer paso». Hoy, como todos los días, entre el dilema inconcluso de si los caminos que hemos tomado nos conducen hacia delante o hacia atrás, hacia mejores momentos o hacia más sufrimiento, algo es real: hemos caminado. Y en este andar que nos hemos propuesto, es un acto de responsabilidad fijar la mirada en lo que
fortalece y debilita nuestras intenciones de construir «un país que sea patria y casa para
todos los colombianos».

Francisco llegó la tarde del seis de septiembre a Bogotá. Yo estuve ahí. De cerca escuché las frases que aún recuerdo con absoluta nitidez, como si me hubiesen sido dirigidas de manera personal en una conversación de amigos. Cada una las entiendo ahora como un mensaje que trasciende todos los tiempos y permanece siempre vigente. Aquí me doylicencia de compartirlas a ustedes, que de alguna manera han coincidido en estas líneas y con la misma intención que esa vez las dijo el Papa, se las dirijo a su corazón colombiano.

Lo primero que destaco fue habernos llamado héroes. Lo hizo desde la nunciatura apostólica a su llegada al país. «Muchas gracias por el camino que se han atrevido a realizar. Eso se llama heroísmo». ¿Cómo no?, esa palabra que en nuestro imaginario sugiere a una persona de capa y con superpoderes, no es más que un reconocimiento a nuestra casi extraordinaria capacidad de seguir a delante a pesar de todo, sin perder lo mejor que tenemos: la alegría. Sin romantizar una situación sobrecogedora, debemos reconocernos la cualidad, que me atrevo a decir que está en nuestros genes, de sobrevivir a todo con astucia y berraquera. Y pienso ahora que esa virtud que nos iguala, debe ser el motor que nos impulse a transformar nuestra realidad para generar un ambiente de sana convivencia, en donde sea posible la felicidad y se exterminen de una vez y para siempre

las entrañas de una polarización eterna, que se ha vuelto casi un símbolo identitario.
Pensando en la profunda división que vivimos, principalmente por posturas políticas,
recuerdo al Papa en la plaza de armas, cuando en la mañana del siete de septiembre, con
la casa de Nariño de fondo y el cuerpo diplomático al frente, dijo: «El lema de este país
dice: “Libertad y Orden”. En estas dos palabras se encierra toda una enseñanza. Los
ciudadanos deben ser valorados en su libertad y protegidos por un orden estable… No es
la ley del más fuerte, sino la fuerza de la ley que es aprobada por todos, quien rige la
convivencia pacífica». Y es sensato reconocer ahora, que esa imposición de la ley del más
fuerte es la que ha arrastrado miles de muertos por violencia política desde la
independencia y que nos ha estancado por años en una interminable confrontación sin
sentido. Los colombianos, hoy y todos los días, merecemos que nos abrigue la fuerza de
una Ley que responda a la vida. «Solo así se sana de una enfermedad que vuelve frágil e
indigna a la sociedad… La soledad de estar siempre enfrentados ya se cuenta por décadas
y huele a cien años». Con ello quiero expresar mi primera invitación: es hora de mirarnos
a la cara y reconocer en el otro la verdad única y que trasciende: somos hermanos paridos
por la misma y resiliente madre patria. Esto me dirige a otro momento supremamente
especial.

Finalizado el primer espacio oficial de su visita, Francisco pasó a la Plaza de Bolívar, testigo indiscutible de nuestra historia como nación. Allí lo vi por segunda vez, ahora desde el balcón del palacio cardenalicio, donde en otros tiempos estuvieron los Papas Juan XXIII y Juan Pablo II. Era el encuentro con más de veintidós mil jóvenes. Allí enfatizó en la sensibilidad de la juventud, que debe contagiar al país entero, para reconocer el sufrimientoy para entender y comprender que detrás de él y quizá de errores cometidos, se escondeun sinfín de razones y atenuantes; que la capacidad de comprender facilita la capacidad de practicar la cultura del encuentro, que no es pensar igual ni vivir de la misma manera, sino saber que más allá de nuestras diferencias, «somos todos parte de algo grande que nos une, somos parte de este maravillosos país». Reconocernos parte de una tierra que nos necesita nos debe conducir a perdonar, «a mirar adelante sin el lastre del odio», solo así podremos sanar y avivar «la esperanza que siempre está dispuesta a darle a los otros una segunda oportunidad». Con un corazón sano, podremos «descubrir el país que se esconde detrás de las montañas… ese país que no se ve y que nos necesita». Con un corazón sano podremos «construir la nación que siempre hemos soñado».

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