CANCIÓN DE UN SICARIO ARREPENTIDO
Si, como me lo suplicó tantas veces mi madre, no me hubiera detenido a contemplar el amarillo en llamas de los crepúsculos de agosto; si no me hubiese dedicado a comprobar, segundo a segundo, que son irrepetibles las formas y colores del cielo; si no admitiera que el mar no deja de asombrarnos porque, como les dice ella a los nietos, es un paisaje de aguas en movimiento sin final; si no me hubiese señalado mi madre en sus últimas tardes de playa el victorioso vuelo de alcatraces que se alejan; si no imaginara, como les hace imaginar a mis hijos, que son “potros cristalinos” las corrientes que bajan al galope de las altas montañas; si no creyera, mientras leo, que son serpientes sin ojos los ríos que huyen de las selvas oscuras de los Andes en busca de la claridad del Caribe; si mi madre no me hubiera puesto a observar, con el brazo tembloroso extendido hacia la corona de la montaña, la humareda de sueños que brota de la mente luminosa de William Ospina; si no disfrutara a plenitud de la música que compone la lluvia cuando viene a saciar la sed de su raquítico rosal; si no agradeciera, como lo agradece ella, las sombras, las flores y los frutos que nos dan los árboles; si ahora no me llenara de asombro ver crecer la hierba que alimenta potros y ovejas; si no hubiera comenzado a embriagarme con la poesía de Meira Delmar, que puso en mis manos; si ella no me hubiese hecho conocer el artificio de que se valió García Márquez para que todos viéramos a Remedios La Bella ascendiendo al cielo envuelta en sábanas blancas; si no me conmovieran los toros y las tempestades que pintó Obregón; si no supiera, con alivio, que ni yo ni nadie ha encontrado las palabras para decir lo que se siente “ en el vertiginoso instante del coito”; si no aceptara que la belleza del universo entero, con sus astros, sus planetas y sus espacios celestes, es más que suficiente para vivir y dejar vivir al otro; si no le hubiera prometido cambiar el rumbo de mi vida; si no entendiera que la simple contemplación de una flor amarilla justifica la existencia del más miserable, su derecho a vivir, como por fin me lo han hecho entender las súplicas de mi madre, Margarita Sarmiento, ahora le metería un tiro en la cabeza a esta otra gonorrea… perdón, a este pobre hombre… la paz que ha encontrado mi alma me sugiere cambiar la palabra gonorrea.