31 marzo, 2023

Carnaval de santo Tomás

Por JUAN GOSSAIN

Esta columna fue publicada el 9 de marzo de 1986 en la revista SEMANA, donde laboraba este prestigioso periodista y el director de VOZ DE ORIENTE tuvo la oportunidad de trabajar con él en 1978, cuando ingrese al diario El Heraldo de Barranquilla. A continuación el texto de la columna

A Margot, companera inseparable de todas las locuras que a mí se me ocurren, como ésta…
Santo Tomás es un pueblo del Atlántico. Un pueblo más bien pujante y grande. Se volvió famoso porque en sus calles polvorientas, por la época de Semana Santa, los penitentes se flagelan la carne con látigos de acero.
Lo que no saben los colombianos es que Santo Tomás, tirado en un recodo de la carretera que sale de Barranquilla, es un refugio de poetas románticos que recitan sus versos a las seis de la tarde, y de líderes revolucionarios, como el inolvidable Coronel, que acaudilló a los obreros, hace sesenta años, durante la matanza bananera en la estación del ferrocarril de Ciénega.


Ahora estoy sentado en una terraza. El sol, blanco y redondo, es más implacable que el fuete de los pecadores. Desfila por la avenida, como una serpiente loca, la muchedumbre del carnaval. La gran mascarada. Pueblos cercanos, veredas, caserios, aldeas y rancherías de toda la región se van congregando en Santo Tomás para el festejo. Aquí están las reinas campesinas y los payasos con sus zancos, el saltimbanqui y la cumbiamba, la papayera pobre con su clarinete roto, el borracho sudoroso con la cara pintada de blanco y la muchacha bonita, el burro sin dueño que se espanta las moscas con las orejas y mira con cara de filosofía el frenesí de los seres humanos.
Los colores estallan como un cohete bajo el estrépito de la música. El rojo encendido de una pollera que revolotea. El verde hiriente de las camisolas. El azul eléctrico del raboegallo. La visión fugaz de un muslo que tiembla al pie de una tambora. Y el ingenio incomparable de estos orates.
Aparece una comparsa a cuya cabeza desfila un helicóptero hecho con trapos, pedazos de cartón y alambre. En el fuselaje, con grandes letras burdas, tiene una leyenda: “Fuerza Ambrienta de Colombia, FAC”. Pienso, para mi propio mal, que la ortografía y el carnaval son compatibles, y le digo al capitán del helicóptero, a gritos:


-¡Hambre se escribe con “h” !
El me mira con lástima y se ríe. Me responde al oído:
-Lo que pasa es que teníamos tanta hambre que nos comimos la “h”…
Y quedo como un pendejo, callado en medio de su risotada, porque nadie me manda a meterme en lo que no me importa.
Desfila luego la carroza de cada municipio, adornada con plantas y flores de la propia tierra: una penca de ñame, una hoja de plátano, una yuca rucha. En lo más alto se ve la candidata respectiva, muchachas bellas, olorosas a rosa de monte y agua de acequia.
Detrás, en medio del bullicio, del torbellino, en medio del remolino y el descojone, la danza loca, la cumbiamba inmortal, el tambor incendiario. Veo otro disfraz: una cauchera gigantesca, como de tres metros, cargada por varios hombres y con una roca prehistórica en el disparador. El nombre que le han puesto es sublime. Se llama “La matasuegra”.
Es entonces cuando aparece, radiante de dicha y ahita de ron, la papayera. Es tan humilde que la trompeta está cubierta con un pedazo de toalla para evitar que el aire se le salga por las grietas. Suena en el viento el porro viejo de San Pelayo y uno siente que se le hiela la sangre. La hembra que suda, la marimonda que hace cabriolas, el baile del torito. La flauta de millo que hiere la tarde con su canto de gallo.


Y la elegancia de los modistos de París que se va para la mierda, junto con la lógica, cuando aparece la reina de Malambo, una mulata espléndida, vestida de lentejuelas amarillas y con medias de lana a las cuatro de la tarde, bajo este sol que trepida en los caballetes de zinc. Los pollerines color candela de las bailadoras abanicando el aire hirviente de la avenida, bajo los estandartes y gallardetes de cada comparsa. La Mona Olaya, incansable, estremeciendo la cumbia a su paso. El gentío a lado y lado de la calle.


Hay una botella sin dueño que pasa de boca en boca. En ese momento pienso que se trata de una visión alcohólica, irreal, pero es verdad: una tortuga paleolítica, verde y negra, desfila ante nosotros empujada por la delegación de Puerto Colombia. Son animales que no existen en la creación, como ese mitológico pájaro amarillo, la única ave del mundo que tiene manos de gente. Todo eso es posible porque aquí, en este callejón bordeado de platanales y buganvilias, lo único más implacable que el sol es la imaginación.
Y cuando ya uno siente, mijita, que el ron se le está subiendo a la cabeza como un alacrán, aparece en la otra esquina, único y magistral, insuperable, símbolo de todas las maravillas, el Congo Grande con su explosión de colores y pedacitos de espejo, con sus gafas oscuras y su gorro imponente.
Gracias, Manuel Gaspar, por invitarme de jurado al carnaval de Santo Tomás. Fue como hacer un viaje de espaldas, en reversa, hacía el manantial donde nace la sangre de uno. Fue volver a encontrar el origen de la emoción. Como descubrir, otra vez, ese lado del corazón que se parece a una península, porque está rodeado de arterias por todas partes, menos por donde se une a la tierra de uno.
Lástima que según las crónicas de su época Santo Tomás, el patrono del pueblo, el gran filósofo de la Iglesia, detestaba el carnaval porque la cumbiamba le parecía cosa poco seria…

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1 comentario en «Carnaval de santo Tomás»

  1. La Crónica de Juan Gossaín no me parece ajustada a la verdad contiene muchas anécdotas inventadas por El
    Además dice que el Patrono Santo Tomás decía que la Cumbiamba era poco Sería como si nuestro Patrono hubiera ido a la batalla de Flores . Ahí Gossaín se la fumó verde

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