La mala educación
El primer contacto que tuve con rincón alguno, fuera de mi país, allá por el año noventa y cuatro, fue con la avenida de Los Campos Elíseos, de París. Haber desembarcado, casi que desde el avión, a la majestuosidad de aquella avenida que, entre otras cosas, está considerada como la más bella del mundo, produjo en mí una especie de vértigo, de mareo repentino que sólo pude disipar tomándome un par de cervezas que mi tío Manuel Ernesto—quien había ido a recibirme al Charles de Gaulle— sabiamente me ofreció. En tal momento me dije: “Esto es el desarrollo”. Ver toda esa uniformidad arquitectónica, esa cantidad de carros nuevos y relucientes, la imponencia de las calles, de los parques, de la torre Eiffel o de los rascacielos de La Défense, no me permitió deducir otra cosa. Fue una impresión que me acompañó por varios días.
A la semana siguiente, sin embargo, cuando empecé a acudir a las clases de mi posgrado en Mediación Intercultural en la Universidad de Rennes II, empecé poco a poco a tomar conciencia de la verdad. Me di cuenta que el desarrollo no radicaba en toda la majestuosidad material que había visto en las calles, sino en el nivel educativo de la gente, en esa considerable ventaja que nuestros compañeros europeos nos sacaban al par de estudiantes latinoamericanos —el otro era un peruano— que hacíamos parte de la maestría. Herido en mi orgullo, pues me había graduado con reconocimiento en la universidad y había obtenido el puntaje más alto en las pruebas del ICFES de mi promoción, quise atribuirlo al idioma, al hecho de que los dos años de francés que había estudiado en la Alianza Colombo-francesa de Barranquilla no daban para tanto. Decidí, en consecuencia, tramitar un traslado para continuar mis estudios en España, donde —estaba seguro— las cargas se equilibrarían.
Pero allá las cosas no cambiaron. Antes por el contrario, empeoraron, porque la excusa del idioma se me había desvanecido. Afortunadamente, había publicado ya Visionarios, junto a tres de los más grandes escritores de la costa, y eso me sirvió para mantenerme medianamente a flote. Me di cuenta, además, de que ese nivel educativo no era exclusivo de los universitarios o de los estudiantes que hubieran terminado todo el ciclo de bachillerato, sino que cualquiera que hubiera hecho hasta 4° de ESO, tenía un conocimiento básico tanto de los autores del Siglo de Oro como de los episodios de la Guerra Civil y de las implicaciones del franquismo. Pero me percaté, sobre todo, de que la educación no atañía sólo a lo académico, sino que se reflejaba en un sistema de valores en el que prevalecía lo humano, la solidaridad con el convecino. Y supe entonces que era justo ahí donde se asentaba la diferencia entre los países del primer mundo y nuestras repúblicas bananeras en las que el valor de las personas se mide por el tamaño de la camioneta que podamos adquirir.
Es esa, pues, la explicación por la cual Europa, a pesar de haber sucumbido mucho antes que el continente americano al caos de la COVID-19—y de llevar nosotros el mismo tiempo de confinamiento que ellos—, ya está disfrutando de la desescalada y nosotros aquí ni siquiera hemos alcanzado el pico. Eso en términos caseros viene a significar que mientras mi amigo, el grandísimo escritor vasco Amado Gómez Ugarte, se alista para irse a su casa de verano en Noja, yo me preparo para afrontar acá otros tres meses de confinamiento infructuoso. Y en medio de esta gran paradoja se yergue la educación, como elemento diferenciador. Y, cuando hablo de educación, no me refiero sólo a la del pueblo raso, a la del habitante de Las Nieves o de Rebolo que se ve obligado a salir con su carrito de dulces para conseguir el alimento para sus hijos. No. Me refiero a la de nuestra clase dirigente, a la de esa inmensa clase media que acumula diplomas ornamentales y que por tener un transitorio puesto burocrático se mueve como si fuera dueña del mundo: esa que nos confinó bajo el pretexto de optimizar un sistema de salud que, sin embargo, cuatro meses después, no es capaz de entregar los resultados de las pruebas antes de quince días; esa que ha hecho de la salud el negocio más deplorable y despiadado del mundo; esa que ha convertido la informalidad laboral en la estructura esencial de nuestra economía y esa misma que cuenta en sus filas con un exembajador investigado por el hallazgo de un sofisticado laboratorio de cocaína en su finca y con un senador que se pelea a trompadas con un secretario de salud porque éste no accediera a firmar un jugoso contrato a su favor y en detrimento de los contagiados por la COVID-19. Esa es la realidad de nuestro mundo y debemos tener, al menos, la valentía y el decoro de admitirla. Tuve en un principio dudas sobre si debía o no publicar este artículo —por considerarlo un poco presuntuoso y aleccionador—, pero se lo envíe al escritor Iván Darío Fontalvo, ese ser incondicional que está para sus amigos a cualquier hora de la noche o del día, y éste no sólo estuvo de acuerdo con que debía publicarlo, sino que me lo exigió, que me lo propuso como un deber moral hacia esta querida tierra que zozobra víctima de la barbarie y del folclorismo. Ojalá que tenga razón, ojalá que esta experiencia que comparto le pueda servir a unos cuatro o cinco amigos; así al menos podré sentir que escribir sirve para algo específico, así al menos podré decir que aquel impacto inicial que me causó el descubrimiento de la avenida de los Campos Elíseos produjo por fin sus frutos.
Es dificil de oponer algún atisvo de progreso en América frente a la vieja, estructurada y modernisima Europa. Celebro leer un artículo que reedita y enfatiza en la importancia y valor de la educacion en un continente donde la ciudadanía ha avanzado y avanza empoderada del valor de lo humano frente a cualquier cachivache material. Las diferencias se convierten en un caos y frente a eso sentimos que aun pervivimos en estados de barbarie insuperable. Europa le apuesta a lo humano sin deslindar lo economico. En América y especialmente en Colombia, es al reves, de ahi se explica como el viejo mundo, supera sistematicamente la pandemia y poco a poco restablece sus actividades. En nuestro maltrecho terruño, en su capital, una alcaldesa a quien le falla la sabiduría en plena pandemia, autoriza demoler un hospital y pone en la mira a otros, y se inventa unos módulos de atencion hospitalaria en Corferias, sin temor de invertir dineros públicos en un escenario que no lo es. Bastaba adecuar el centro de la medicina bogotana y habilitarlo para las clases populares de esa ciudad. Su cruzada contra la corrupcion termina involucrandola. Acciones como esta, dejan un sinsabor en el ciudadano del común quien se desilusiona viendo como sus espectativas se van por la borda. La educacion sufre un aplastamiento planificado desde el Ministerio y cada vez las acciones políticas demuestran la falta de sabiduría de los gobernantes y su falta de humanidad. Recuperar el sitial de la educacion como motor del desarrollo es una tarea urgente para salirle al paso a cualquier contingencia como las que nos mantiene en cuarentena hasta hoy.
Nojoda Roberto, tu comentario es mejor que mi artículo. Muy bien explicado. Te mando un abrazo y gracias por ese análisis esclarecedor.
Muy duro, pero real , Aurelio el próximo debe ser tu propuesta para mejorar esta oscura realidad.
Eso intentaré, Jorge. Un abrazo.
Gracias Aurlio por ésa lectura, que lo lleva en un recorrido fantástico,y entretenido por ésa ciudad maravillosa,y nos hace caer en cuenta que el don más preciado del ser humano es La solidaridad, acompañado de otros valores la ética y las buenas costumbres saludos fraternos .