29 marzo, 2024

Amores de verbena

Daniel José Charris Granados

El vocablo VERBENA según el diccionario de la Real Academia Española tiene dos acepciones. La primera es: Planta herbácea anual, de la familia de las verbenáceas la cual tiene propiedades sedativas, astringentes y antiinflamatorias. Y la segunda es: fiesta popular con baile que se celebra por la noche, al aire libre, y normalmente, con motivo de alguna festividad.

Es el segundo significado el propósito de este escrito, y que nostálgicamente, eran las verbenas epicentro de baile, jolgorio, levante, bololó, y alguna que otra pelea por motivos que nadie sabía.

La preparación a la misma conllevaba el acicalamiento previo que iniciaba el verbenero, con un exhaustivo baño a fuerza de  jabón de olor complementado con  champú y rinse konsyl comprado en cojines en la tienda de la esquina con la idea de amansar un poco las rebeldías del cabello y dejarlo transitoriamente suave y brillante, una buena afeitada y alistar la mejor pinta, donde no podía faltar el pantalón de terlenka que muchas veces sufría los estragos de una inesperada viruta encendida de cigarrillo o la venganza de una clavo resentido en la base de una silla, eso sí, tenía que ser de bota ancha,  algunas veces ensanchadas aún más con cuchillas de tela de diferente color y textura que le daban la apariencia de pollera de cumbiamba  ajustado con una correa de cuero de siete centímetros de ancho que remataba en una enorme hebilla de cobre la cual se pulía con china de platico, obteniéndose al rayar en el piso un pedazo de loza de cualquier plato o pocillo con funciones cumplidas y así obtener un fino polvo que se frotaba con tela de franela al pedazo de metal hasta dejarlo de un dorado enceguecedor, y de complemento, la  camisa con mangas de tres cuartos con cuello lengua e’ burro, estampada con flores de especies desconocidas.  Los zapatos Sir Imperial de moda con el bisel dorado bordeando el tacón el cual daba la apariencia de ser más costosos, de dos tonos o preferiblemente blancos que eran los que le daban el toque de bacán a quien los calzara; los más arriesgados echaban mano de las botas con plataforma y tacones de doce centímetros que dejaban al usuario un intenso dolor en la zona de los riñones por varios días.

Finalmente, la rociada con loción de Old Spice de Shulton, Tabú, Maria Farina, Pino Silvestre o cualquier pachulí a la mano haciendo caso omiso a las máximas filosóficas de los abuelos que decían que hombre que se perfumaba era marica, porque lo hacía para que lo olieran los maridos cigarrones. Posteriormente y lo más importante era contar con el billete necesario, derivado en ocasiones de colocar en la peña cualquier anillo o cadenita que podía ser de metal no noble, porque utilizando argumentos de experto gemólogo se podía convencer  alevosamente al tendero de la esquina  de la plaza que a su vez tenía  la quimera que se vencieran los términos  del contrato verbal de compra-venta y así poder disponer de la supuesta joya cuando ya la misma mostraba el verdor  del desvergonzado cobre por debajo del engañoso dorado.

Había que ir temprano en la noche a hacer guardia en la puerta del evento y así mirar de primera mano cuales eran las damiselas que se habían aventurado a ir, igualmente emperifolladas y que se sentaban en numerosos grupos alrededor de la pista de baile con el fin de examinarle la pinta a cualquier pretendiente con ínfulas de galán y ahuyentar las pretensiones amorosas  de cualquiera que no cumpliera los requisitos de rigor. Sin embargo, cuando la caza daba sus frutos, el sitio preferido para bailar era detrás del picó en donde prevalecía el lenguaje corporal del roce, cachete con cachete, ombligo con ombligo y rodillas entrecruzadas, porque el estruendo descomunal de este endiablado aparato de tres metros de ancho por dos de alto que albergaba doce parlantes de quince pulgadas acompañados de veintidós columnas y treinta y dos  tubos de potencia que era capaz de desembuchar con rabia las notas africanas de Lokassa Ya M’Bongo o Mbilia Bell y que te estremecían las entrañas y podían  aflojar las caderas hasta de un tullido, impedía cualquier conversación encaminada a dar el zarpazo final de la conquista.

A la salida no podía faltar la invitación glamorosa a la cena de madrugada en la fritanga del viejo Simón o en la del Cali que te avergonzaban ante la niña debido a los comentarios subidos de tono acompañados con movimientos de planchado con la mano propios del desparpajo de estos personajes.

Por fin, el esperado momento de llevar a la dama a la casa en donde el furtivo cazador esperaba con desosiego el tránsito por cualquier callejón oscuro y poder robarle un beso furtivo como trofeo inmaterial de aquella avezada conquista y así poder afirmar a boca llena en la reunión vespertina de la esquina del barrio al día siguiente: “me levanté una pelá en la verbena!”.

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