4 octubre, 2024

Justicia del tiempo

Al universo no le gustan los secretos: conspira para revelar la verdad, para llevarte hasta ella.                                                         

Lisa Unger
Por. Aurelio Pizarro Ch.

Veo un documental sobre antropología —en una de las pocas pausas que nos concede la mediocridad cada vez más insaciable de la televisión— y no puedo evitar alegrarme ante la esperanza de que no todas las injusticias quedarán siempre en el olvido. Hablan de momias, de esa admirable terquedad de la carne contra el germen de la destrucción física y el olvido. Han descubierto a un hombre que vivió hace más de tres mil años y su estado de conservación es envidiable; su piel patinada por el tiempo y algunos mechones de pelo aún pegados al cráneo producen la impresión de que todavía estuviera vivo. A partir de restos de fieltro, de unas abarcas de cuero y de un hacha pequeña hallados a su lado, los científicos determinan su oficio, la comunidad en la que vivía y hasta las posibles razones por las que se hallaba en ese sitio tan distante del suyo y que le llevaron a morir entre el hielo, a más de tres mil metros de altura. Un examen más minucioso revela que había ingerido semillas de trigo y carne de rumiante, por lo que se deduce que había estado en contacto, antes de subir, con alguna tribu que vivía en las cercanías de la ladera. Buscaba, al parecer, llegar al otro lado de la montaña, en cuyo lugar existió una tribu más o menos por esa época.

Pero es un examen criminológico el que hace salir a flote un hecho perturbador: fue hallada, a la altura de la yugular, una herida considerable hecha presumiblemente con un hacha o con un cuchillo de piedra. Los científicos se preguntan entonces qué motivos u ocultos intereses podría tener un hombre primitivo para acabar así, tan salvajemente, con la vida de otro. ¿Qué tramaba? ¿A qué le temía? ¿Qué quería lograr con aquella muerte? Probablemente —afirman algunos— impedir que la víctima llegara hasta esa tribu, al otro lado de la montaña. De ser así: ¿Qué iba a buscar aquel hombre a esa tribu? ¿Formaba el asesino parte de ésta y pretendía protegerla o era miembro de una tribu enemiga y lo que quería era evitar aquel encuentro? Esas respuestas quizás nunca las obtengamos y a lo mejor sean menos misteriosas de lo que desearíamos, pero la recompensa que nos deja aquella investigación es mucho más reconfortante y conmovedora: es el descubrimiento mismo del asesinato.

Nunca imaginó el asesino que los mecanismos de la naturaleza irían a conjugarse en su contra para conservar intacta la huella de su delito y para que miles de años después ésta fuera a ser expuesta en la vitrina de un museo con ese aire de venganza que ya para siempre haría de su acto un horror irreparable.

Quizás él moriría esa misma tarde, de inanición o de frío, quizás al año siguiente o treinta o cuarenta años después, imaginando que se llevaba consigo el secreto de su crimen. Pero las vidas son efímeras y no las consecuencias de los actos; nos lo enseñan cada día nuestros líderes políticos. Trump o Bolsonaro, morirán tal vez mañana, dentro de unos meses o quizás dentro de treinta años, pero la huella de sus disparates sobrevivirá con la misma virulencia en la memoria de los descendientes de los que sucumbieron al mal manejo de la pandemia. Lo mismo ocurrirá con la mayoría de la clase dirigente de Colombia, con la totalidad del sector financiero y con los propietarios de las EPS, quienes a lo mejor se vayan a la tumba con la certeza de haberse burlado de todos, pero sin sospechar que ahí estará siempre el equilibrio de la naturaleza, ese ojo vigilante del universo que tarde o temprano —por más que ellos se hayan sentido eternamente a salvo de la garra de la justicia— nos regalará algún incidente casual que dejará al descubierto su despreciable catálogo de maquinaciones, esa recua de secretos que para lo único que servirá será para dejar sentado que sus efímeras existencias no fueron más que una vulgaridad, una triste insolencia con la que engrosaron el museo de los horrores del tiempo. 

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