19 abril, 2024

Lo que el coronavirus le quito a los velorios

Por. Daniel José Charris Granados

Muchas son las familias en este tiempo de coronavirus a las que les han quitado el derecho a llorar a sus muertos, donde ya todo el mundo se muere es de Covid19, como si las demás enfermedades tuvieran un merecido y largo descanso, ante lo cual hospitales y clínicas en contubernio con funerarias se apresuran a cremar los cadáveres para al final entregar en una cajita las cenizas residuales del querido finado a los sorprendidos y adoloridos familiares.

El ritual fúnebre es de épocas inmemoriales, bien sea en el campo, los pueblos o la ciudad, siempre se dedicaba un tiempo al dolor y al duelo ante la muerte. Aún en tiempos de modernos servicios de exequias que promueven en rimbombantes pergaminos que distribuyen hasta en los restaurantes quitándole el hambre a más de uno, los familiares tenían su espacio para llorar al difundo y recibir el sentido pésame de todo el que debía darlo.

Atrás quedaron los velorios que iniciaban con el desmonte de todos los adornos, cortinas, espejos y demás enseres decorativos en la sala de la casa del difunto, se cerraban para siempre puertas y ventanas, y se instalaba ya sea en la sala o cuarto principal la mesa de velación, vestida con un mantel blanco inmaculado que llegaba hasta el piso, encima de ella dos enormes veladoras, un Cristo agonizante, dos floreros, la imagen o retrato del muerto y detrás de ésta un vaso con agua para que bebiera si le daba sed en su trasegar hacia el más allá. En medio de todo eso en forma solemne el ataúd rodeado por cuatro veladoras con la tapa que cubría la cara abierta, para que los que llegaran a visitar pudieran mirarlo y decirle palabras o confesiones que nunca llegaron a decir. Las sillas dispuestas a manera de ronda, recostadas a las paredes del recinto muchas de las cuales provenían de las casas del barrio y si hacían falta, bastaba con ir a cualquier cantina o caseta en recesión a alquilar bancos o sillas siglo XX las cuales venían debidamente inventariadas con cláusulas de posibles daños en el uso de las mismas. El ambiente siempre amenizado por el continuo lamento de los deudos que a manera de pieza sinfónica realizaban melismas en las notas del llanto que se acompañaba de relatos sollozantes  del porqué de algunas cosas y otras veces con las interpretaciones agoréricas de las últimas conductas del difunto que bien podrían haber ido anunciando su muerte. No podían faltar las bebidas de café caliente o de chocolate espeso si el presupuesto lo permitía para calentar así fuera medio día el cuerpo de los asistentes y así alejar el frio de la muerte emanado del cadáver.

Aunque en la práctica quizás medio barrio se mudaba a la casa del velorio había cierta forma de disgregación de género, las mujeres se arranchaban en la sala del Cristo, y eran las encargadas de los  rezos  que ejecutaban cronométricamente en  tres jornadas: la primera a las 6 de la mañana al despuntar el sol, la segunda a las 12 del mediodía y la última a las 6 de la tarde, donde se pedía redención para el alma del difunto, unas veces de corazón y otras siguiendo sin darse cuenta la monotonía de las oraciones algunas veces ininteligibles. Los hombres a su vez cogían el camino hacia el patio de la casa y formaban verdaderos tertuliaderos que tenían de motivo principal inicialmente la vida y obra del que murió para luego proseguir con cuentos, anécdotas, vivencias a veces subidas de tono y color, las cuales animaban con café cerrero y en algunas ocasiones cuando el cuerpo lo pedía le encimaban los tragos de Ron Blanco que fuesen necesarios cuando ya la reunión pintaba para largo.

Todo eso se enmarcaba en las costumbres ancestrales de acompañar los días que fuesen necesarios el dolor ajeno por la pérdida de un ser querido, convirtiéndose además en centro de reunión e intercambio verbal de conocidos y desconocidos unidos en el fin común de mostrar comprensión y solidaridad ante la desafortunada situación de la muerte.

Todo esto cambió con ese minúsculo enemigo llamado Coronavirus que produce la Covid19 al no permitir que los que le sobreviven al que pierde la batalla ante la enfermedad, tengan el acto piadoso de acompañar en los últimos momentos al enfermo y mucho menos de canalizar su dolor realizando los menesteres del sepelio y así cerrar la página y  reconfortar el alma. Ya ni eso se puede hacer.

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